Discurso de ordén pronunciado por Roberto Giusti en el Capitolio del estado de Oklahoma (USA) en la conmemoración del cinco de julio de 1811.
Las fiestas conmemorativas por el nacimiento de los países constituyen un saludable ritual que nos permite revivir la historia, ofrecer un homenaje a quienes entregaron su vida en aras de la independencia de los pueblos y consolidar los principios democráticos sobre los cuales se debe asentar la vida en sociedad. Y eso fue lo que ayer, 4 de julio, celebramos al cumplirse 231 años del día de la independencia de los Estados Unidos, pioneros, con sus trece colonias, de lo que luego se conocería como “la era de las revoluciones”.
Quiso la historia, sin embargo, que al día siguiente, pero 35 años después, es decir, el 5 de julio de 1811, las siete provincias unidas de Venezuela, decretaran el rompimiento de cualquier tipo de sujeción con el imperio español. Se ponía punto final, así, a 300 años de cruel dominación y el país se disponía a hacer bueno, en el campo de batalla, lo que el congreso constituyente había proclamado en el acta de independencia.
Pioneros de la rebelión que luego prendería en toda la América Latina, los criollos venezolanos, inspirados en las ideas de la Ilustración siguieron los pasos de la Revolución Francesa y el nacimiento de los Estados Unidos, cuya novísima Constitución consagraba la igualdad de los ciudadanos ante la ley, la separación de los poderes y el respeto a los derechos humanos.
Sobre esos fundamentos se escribió la primera constitución venezolana y aun cuando el mismo Simón Bolívar estuviera en desacuerdo con lo que denominaba como un “magnífico sistema federativo”, a su juicio imposible de aplicar en nuestro país, se valoraba con no poca fascinación el influjo que la carta magna norteamericana ejercía sobre los legisladores venezolanos.
Sin embargo, antes de ventilar las distintas teorías sobre modelos de gobierno, valga decir entre centralismo y descentralización, había que enfrentar un formidable obstáculo: la guerra de independencia, que, desde Venezuela, se extendería a Colombia, Ecuador, Bolivia y Perú, bajo la conducción del aquel ser extraordinario, líder de multitudes, sabio tribuno, consumado estratega militar y trotamundos incansable que fue Simón Bolívar.
Al mando de lo que en lenguaje popular de la época se llamaba “montoneras”, un ejército mal vestido y peor armado, compuesto inicialmente por lanceros del ardiente llano venezolano, Bolívar se aventuró en un largo y alucinante tránsito por las lejanías de la intrincada y gélida geografía de los páramos andinos, las ciénagas de las selvas colombianas y la desolación del Altiplano boliviano, para sembrar la semilla de la emancipación y desalojar al ocupante español.
Fueron casi tres lustros de una encarnizada conflagración en la que la corona española enviaba ejército tras ejército desde la distante península, dispuesta a sofocar, a sangre y fuego, el levantamiento general del continente. Finalmente, en 1823, en la batalla de Ayacucho, quedaría sellada la liberación definitiva de la América Latina no sin un elevado costo en vidas y una Venezuela que llevaría la peor parte con 200 mil muertos y la destrucción material de casi todo el país.
Pero hoy, desafortunadamente, no podemos limitarnos a rememorar la fecha con la lánguida nostalgia de los hechos históricos irreversibles porque Venezuela vive una crisis sistémica que la ha hecho retroceder más de doscientos años y la ha colocado en los tiempos anteriores a aquella proclama de liberación. Nos encontramos con un país destruido materialmente, con un país sometido a una atroz dictadura, con un país transido por la violencia, con un país sumido en la miseria, el hambre, la corrupción y el narcotráfico y con un país golpeado por la barbarie de la clase dominante en una situación peor que aquella al término de la guerra de independencia.
En menos de dos década el mal llamado socialismo del siglo XXI, movimiento nacido en los cuarteles y protagonista de dos golpes de estado, liquidó las bases de un sistema democrático, que en medio de sus flaquezas, fomentaba la convivencia pacífica entre ciudadanos iguales pero distintos, con un sistema electoral que respetaba la alternabilidad, con una constitución que garantizaba las libertades, los derechos humanos y la autonomía de los poderes, así como una institución presidencial controlada por un parlamento vario pinto y representativo de las más diversas tendencias y creencias.
Todos esos logros, que se consideraban irreversibles, comenzaron a resquebrajarse a partir del golpe de estado de 1992, protagonizado por Hugo Chávez, quien en nombre de la redención de los oprimidos, convirtió a Venezuela en una gigantesca prisión, de la cual hemos huido, hasta el día de hoy, más de un millón de persona.
Pero lejos de redimir a los pobres, los gobiernos de Chávez y Maduro, liquidaron a la clase media e hicieron miserables a los más pobres, quienes mueren de hambre por falta de alimentos y de enfermedades remediables por la falta de medicinas mientras se les escapa la vida en kilométricas filas ante los vacíos supermercados y expendios de medicina.
Todo esto luego de haber malbaratado, por concepto de la renta petrolera, más de novecientos mil millones de dólares a lo largo de los últimos 18 años, durante los cuales arrasaron con el aparato productivo forzando el cierre de nueve mil industrias y la estatización, cuando no el despojo puro y simple, de seis millones de hectáreas donde antes se producía todo tipo de alimentos y donde hoy reina la desolación y el abandono.
Pero llegados a este punto la pregunta luce obvia: ¿Cómo, cuándo y por qué comenzó la galopante decadencia de uno de los países más ricos del continente y en determinados momentos la excepción democrática donde la regla era la existencia de dictaduras militares?
Pues bien, para no ir muy atrás en el ejercicio de retrospección, que nos llevaría al nefasto golpe del 4 de febrero de 1992, comencemos a partir del 2014, luego de la muerte de Chávez, cuando la baja de los precios petroleros puso al descubierto la debilidad política y económica de un gobierno que perdió el apoyo popular ante la suspensión de las políticas populistas que compraba voluntades y aseguraba adhesiones chequera en mano y el cierre de las importaciones que suplían todo lo que se había dejado de producir en Venezuela. En poco tiempo quedó al descubierto que sin Chávez el fervor apasionado que este despertaba en las multitudes desaparecía, pero, peor aún, que sin las políticas populistas y el reparto masivo de bienes y dinero la convicción ideológica se difuminaba en la protesta ante la aparición del fantasma de la hambruna.
Así fue como impulsado por el derrumbe de su popularidad Maduro decidió jugar fuerte y con el apoyo de la camarilla militar que lo rodea ordenó al Tribunal Supremo de Justicia despojar a la Asamblea Nacional de todas sus atribuciones, al tiempo que se otorgaba poderes extraordinarios. De esta manera se consumaba un golpe de estado en frío que venía dándose progresivamente, gota a gota, desde el mismo comienzo del mal llamado “proceso revolucionario”. Solo que ahora el chavismo se quitaba la máscara y quedaba al descubierto la triste realidad: los únicos soportes que mantienen en el poder a Nicolás Maduro, Diosdado Cabello y demás capitostes del chavismo, son unos poderes públicos, como la Fiscalía General, que ya están librándose del yugo. Pero sobre todo, Maduro se sostiene por el poder de fuego, valga decir, los altos mandos de las Fuerzas Armadas, valga decir, la más brutal y salvaje represión.
Pero no contaba Maduro con la reacción masiva e inmediata del pueblo venezolano, que como un solo hombre salió a la calles para rechazar la maniobra golpista al punto que en cuestión de horas se percató del error y anuló la medida. Solo que la rectificación llegaba tarde y mal porque los demonios habían sido liberados ya y el primero de abril el país entero se agitaba en una prolongada y masiva protesta pacífica que se instalaba para quedarse hasta el día de hoy. El costo, sin embargo, es doloroso porque las manifestaciones han sido reprimidas con tal ha saña y brutalidad que durante 96 días de rebelión popular han caído cerca de centenera de jóvenes venezolanos, asesinados por los efectivos de la Guardia Nacional Bolivariano y por los grupos paramilitares, armados por Maduro para sembrar el terror entre los manifestantes.
Pero esta cosecha de sangre, esta masacre continua de adolescentes, este crimen de lesa humanidad, provocado por el apego patológico al poder, de un Maduro que dice preferir las armas a los votos, no ha logrado frenar el coraje de los manifestantes, quienes continúan desafiando las balas asesinas y las bombas lacrimógenas mientras sostienen firmes sus propuestas para salir de la crisis: convocatoria a elecciones generales ya, liberación de los 400 presos políticos y apertura de un canal de ayuda humanitaria para subsanar la falta de alimentos y de medicinas.
De manera que el caso venezolano no se reduce a lo que algunos analistas han sugerido como una incipiente guerra porque para la guerra hacen falta, al menos, dos contendientes armados y en Venezuela hay uno solo: los militares, la policía y los paramilitares chavistas. Del lado de quienes luchan por el rescate de la democracia se apela a la resistencia pasiva, los jóvenes avanzan a pecho descubierto, inermes y por eso no hay sin una sola víctima en el bando del oficialismo. Pero el sacrificio resulta inimaginable y muchos del medio millar de jóvenes presos han sido sometidos a las más denigrantes torturas, que incluyen atrocidades como la violencia sexual, el uso de gas pimienta y la colocación de capuchas a adolescentes con las manos atadas, tal y como lo denuncian ONGS como el Foro Penal Venezolano y Cofavic.
Está visto que la lucha es terrible pero los venezolanos saben que no hay vuelta atrás porque la inmensa mayoría dejó de creer en el mensaje del odio que separó a los venezolanos en dos bandos irreconciliables. Hoy las dos mitades se han unido en el rechazo a una oligarquía que predicaba el odio, la lucha de clases, el desprecio por los valores de Occidente y las normas básicas de convivencia. El mal llamado proceso revolucionario ha fracasado en su tarea de adoctrinar a los más jóvenes y a los niños en la curiosa tarea de inculcarle una inversión de valores de manera que se considera al delincuente como un justiciero social y al propietario como un ladrón que debe ser despojado de sus bienes porque el robo no es un delito sino una expropiación revolucionaria.
Las consecuencias de tal forma de pensamiento resultaron nefastas y debido a esta licencia para robar y matar, con impunidad garantizada, ha generado una ola criminal irrefrenable y aquí solo haré referencia a un indicador citando las cifras del Observatorio Venezolano de la Violencia según el cual en Venezuela ocurren 27 875 muertes violentas cada año, equivalente a 76 asesinato cada día y más de tres cada hora.
Ese es el país que los jóvenes venezolanos intentan sacar de las tinieblas y por el cual luchaban los caídos, algunos de los cuales no llegaba a los 20 años. Una generación admirable, capaz de comprender que había llegado el momento de emprender la lucha y también cómo había que librarla, a pesar de no haber vivido nunca en democracia porque cuando vino a este mundo ya gobernaba Chávez. Y es que a diferencia de los venezolanos de 1811, quienes se alzaron en armas, estos de hoy en día han apelado a la resistencia pacífica o a la no violencia activa, en la mejor tradición de Mahatma Gandhi, Martín Luther King, Nelson Mandela y tantos más.
Frente a este cuadro Maduro intenta imponer una Asamblea Constituyente a la manera de la Cuba castrista y consolidar así el viejo sueño de una sociedad sometida al arbitrio del totalitarismo. La respuesta ha sido contundente pero democrática: la Mesa de la Unidad Democrática está llamando a una consulta popular, a celebrarse el 15 de julio para que sea el pueblo quien decida si efectivamente quiere el futuro nefasto que ya sufre el país en las manos de Maduro o si se sella con el poder del voto el porvenir luminoso que Venezuela se merece siguiendo la huella de estos niños valientes, de estos nuevos libertadores, cuyo cinco de julio ha sido el primero de abril, seguros, como están, de que la lucha solo cesará el día en que se produzca el rescate de la democracia y la libertad.
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Roberto Giusti

Roberto Giusti es un periodista venezolano que siempre ha perseguido el conflicto. Muy joven empezó su carrera como reportero de sucesos en Radio Caracas Radio. En búsqueda de historias se fue a Mérida,...

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