Mártir de la disidencia comunista, el pensamiento del camarada Liev Davídovich Trostki, ya casi sepultado en el olvido universal, fue considerado, en Occidente, como la alternativa civilizada y hasta cierto punto democrática, frente al totalitarismo impuesto por el estalinismo en la antigua URSS. Esa actitud, compartida por una parte de los intelectuales europeos, se correspondía con el azaroso transitar, en eterna fuga, del otrora poderoso jefe del Ejército Rojo y frustrado sucesor de Lenin, por destinos tan disímiles como Turquía, Francia, Noruega y México donde, finalmente, en 1940, fue asesinado por el agente de la NKVD (policía secreta soviética, denominada luego KGB) Ramón Mercader.
En distintos momentos personajes como George Benard Shaw, John Maynard Keynes, André Breton, Diego Rivera, Frida Kahlo (de quien fue amante fugaz), John Dos Passos y H.G. Wells por mencionar solo algunos, expresaron su apoyo a quien, creían ellos, representaba un comunismo progresista y abierto, garante de las libertades y de los derechos humanos. Postura increíble porque, si bien, Trotski denunciaba el terror estalinista y la persecución implacable de sus seguidores dentro de la URSS (al final casi todos fueron liquidados de una u otra manera), al mismo tiempo se servía de las libertades (en este caso de prensa), garantizadas por sus huéspedes para justificar el terror impuesto por quien, a la postre, se convertiría en su verdugo.
Así, por ejemplo, y a pocos meses de su asesinato, proclamaba sin rubor y con auténtica sinceridad, la similitud de su pensamiento con el de Stalin: «La revolución socialista es la única que puede salvar la civilización. Para llegar a dar este vuelco, el proletariado necesita de toda su fuerza, de toda su resolución, de toda su audacia, pasión y crueldad. Por encima de todo tiene que liberarse completamente de las ficciones de la religión, la ‘democracia’ y la moralidad trascendental, que no son más que las cadenas espirituales forjadas por el enemigo para domesticarlo y esclavizarlo. Solamente es moral lo que prepara el derrocamiento completo y final de la bestialidad imperialista, nada más. El bienestar de la revolución: ¡esta es la ley suprema!».
Consecuente con la doctrina marxista más radical y con su pasado (los bolcheviques se tomaron el poder mediante un golpe), Trotski demostraba que si él hubiera sido el sucesor de Lenin las cosas no habrían sido muy diferentes, pero, sobre todo, dejaba claro que por encima de todo estaba la revolución y en su nombre no solo es justo sino necesario desembarazarse de «ficciones» como la democracia o los valores morales. En otras palabras, que una vez conquistado el poder (a sangre y fuego como ocurrió en Rusia) se impone el deber de conservarlo a cualquier precio, sea como sea, sobre la base del terror, la arbitrariedad y la violencia. Claro siempre bajo la creencia ciega de que los revolucionarios son los únicos dueños de la verdad y que esta se expresa a través de la lucha de clases.
El problema está en que este dogma, en el cual creía, incluso una víctima de su aplicación como Trotski, quien a su vez la aplicó sin contemplaciones, suele convertirse en el gran pretexto para acumular un poder que, ya conquistado no se cede, aun perdiendo la mayoría, porque entre otras causas lo impide la existencia de un partido único y porque entre los deberes de todo revolucionario está la liquidación de cualquier factor, económico, político, social o cultural que se oponga al nuevo orden establecido.
De esa intervención total de la sociedad, a través de un gobierno fisgón y dueño de todos los poderes, derivan las crisis con visos de catástrofe que viven los regímenes del denominado socialismo real. Esa concentración de poderes genera, a su vez, una incapacidad manifiesta para manejar con eficiencia la creciente carga de responsabilidades asumida. De allí fenómenos como el control del Parlamento y el manejo descarado de la justicia (tribunales y Fiscalía) que garantiza la impunidad ante la violencia desatada (en todos los órdenes), la corrupción como norma establecida y la arbitrariedad de una clase dominante que surge cual nueva oligarquía y cuyo objetivo fundamental es conservar el poder «como sea». Así lo hizo Stalin y así lo habría hecho, en su lugar, su más conspicua víctima, el camarada Trostki.
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Roberto Giusti

Roberto Giusti es un periodista venezolano que siempre ha perseguido el conflicto. Muy joven empezó su carrera como reportero de sucesos en Radio Caracas Radio. En búsqueda de historias se fue a Mérida,...

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