Con alfombra roja, los más altos honores y un aguacero bíblico que impidió el contacto popular, la Cuba de los hermanos Castro recibió a Barack Obama, la primera y más acabada encarnación del denostado «imperio norteamericano», un hecho increíble y que da cuenta de hasta dónde llega la capacidad de adaptación a las nuevas realidades de una de las más recalcitrantes y dogmáticas dictaduras (del llamado socialismo real) de mediados del siglo XX y comienzos del XXI. Pero está claro que la audaz maniobra, un giro en U que echa por tierra una política sostenida por más de medio siglo largo, entre altas y bajas tensiones, se vincula a la necesidad urgente de sostener económicamente a un régimen que tuvo en la URSS su mejor base de sustentación.
Así, en el comienzo fue Moscú y La Habana se convirtió en cabeza de playa del imperio soviético, a 90 millas del territorio enemigo y a tiro de sus misiles, con lo cual la isla estuvo a punto de ser la causa de la tercera guerra mundial. Todo a cambio de la sumisión ideológica y la entrega incondicional de principios como aquel que paradójicamente pregonaba el aparato propagandístico según el cual Cuba era » territorio libre de América» y todo se reducía al dramático dilema de «patria o muerte». Hasta que bajaron los precios del petróleo, desapareció la Unión Soviética, cayó el muro de Berlín y así uno de sus más distantes satélites, negado al cambio y dispuesto a morir aferrado al poder, se encontró huérfano y desasistido del mezquino sostén económico que apenas alcanzaba para evitar el hambre total.
Vino, entonces, el denominado «período especial»‘ que no era otra cosa que el acrecentamiento de las penurias a niveles que ya se hacían insoportables y entonces apareció en el nublado horizonte la carta de salvación, materializada en la figura de Hugo Chávez, salvador in extremis de los hermanos Castro y de su dominio total de la sociedad cubana. Solo que en estas circunstancias la colonia, que dependía de la metrópolis soviética, se convertía, a su vez, en metrópolis, aunque sostenida por la riqueza interminable de la providencial colonia petrolera. Operaba, de esa manera, un curioso intercambio a través del cual la metrópolis suplía de contenidos, transplantando su modelo, llave en mano y «asesores» mediante, en la dócil y maleable colonia, mientras esta ofrecía, a cambio, dólares y petróleo. Era el renacimiento de la Cuba castrista, rescatada por la milagrosa aparición de un hombre que llegaba al poder con un siglo de atraso.
Pero la riqueza interminable de la colonia llegó a su fin, otra vez, por la baja de los precios del petróleo y la metrópolis, luego de alzar la vista y toparse con la imagen de Barack Obama, (dispuesto a nadar contra la corriente y liberarse de lo que denomina el «Manual de Washington») decidió despedirse de los herederos de la colonia con una postrera maniobra. Como necesita desesperadamente la asociación con el otrora odiado imperio, está dispuesta a convertirse, de nuevo, en colonia. Pero sabe que ese paso implica el fin de su modelo económico y a la postre de su modelo político. El problema está en que debe guardar las apariencias y ser leal a la imagen de dureza, frente a la aparente flexibilidad de Obama, cuando en realidad el gran cambio, la transformación profunda, la autocrítica decisiva, está de su parte. Entonces acude al heredero de Chávez, lo recibe con inocultable languidez, le lanza una condecoración y lo envía de regreso a casa. Así transmite la sensación de que sigue aferrada a sus anacronismos, de que no se ha entregado desvergonzadamente al «imperio» y de que permanece leal a su viejo y ya inservible aliado. Prueba inequívoca de que cuando aparecen santos nuevos, los viejos no hacen milagros.
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Roberto Giusti

Roberto Giusti es un periodista venezolano que siempre ha perseguido el conflicto. Muy joven empezó su carrera como reportero de sucesos en Radio Caracas Radio. En búsqueda de historias se fue a Mérida,...

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