La fallida asonada militar en Turquía ha sacado a relucir la ya vieja polémica sobre el golpe malo y el golpe bueno, dilema que se suponía había pasado a la historia, al menos en lo que concierne a un país miembro de la OTAN y aspirante a formar parte de la Unión Europea.
Más allá de quienes tienen la convicción absoluta de que todo golpe es malo, los defensores de la tesis contraria expresan posiciones ambivalentes que dependen de la adscripción ideológica, de las circunstancias que lo han provocado y de las formas de gobernar adoptadas. Así, por ejemplo, para los chavistas el 4F (1992) resulta, con su carga de muertos y heridos, una fecha patria de obligada celebración, mientras que el 11A (2002) constituiría la demostración palpable de la vocación golpista de la derecha.
La lista es larga y podríamos seguir citando ejemplos de esa característica tan mudable en quienes acuden a la fuerza para imponer, en nombre de la democracia, los regímenes más atroces. Y aunque nunca sabremos cómo habría sido Turquía si se imponen los militares alzados, sí tenemos claro que se valieron del lugar común, asegurando que el suyo era un golpe para restablecer la democracia, lo cual resulta una paradoja repetida una y otra vez por los militares insurrectos, bien sean de izquierda o de derecha. A menos, claro está, que se trate de grupos fundamentalistas absolutamente despreocupados de guardar las formas.
Pero nos detenemos en ese punto porque en no pocas ocasiones son los gobernantes a derrocar quienes terminan siendo los más beneficiados, en caso de que la conspiración fracase. Y esto suele ocurrir cuando el objetivo del mandatario triunfante es incrementar su dominio para mantenerse en el poder, es decir cuando, a pesar de haber sido electo por la vía del voto, en los hechos reniega de la democracia.
Ese parece ser lo ocurrido con el presidente turco Recep Tayyip Erdogan quien, luego de estar a punto de ser defenestrado por los militares, acusado de establecer “un régimen autoritario del miedo” y de sostener relaciones con los terroristas del Estado Islámico, fue rescatado por la población civil y ahora tiene luz verde para ordenar una purga general con la detención de seis mil personas entre soldados, oficiales, jueces, fiscales y periodistas. Erdogan, ciertamente un mandatario con pueblo, es un hombre ambicioso que pretende la resurrección del imperio otomano, no arruga a la hora de enfrentar a la Rusia de Putin y a la Alemania de Merkel y ahora llega al extremo de insinuar que Estados Unidos habrían tenido algún tipo de participación en el golpe, pues acogen en su territorio al teólogo Fetulla Gulen, su antiguo mentor y ahora el más prominente de sus archienemigos.
No obstante si Erdogan acusa a Gulen de ser el autor intelectual de la intentona, no pocos analistas internacionales sugieren que lo de Turquía fue un autogolpe concebido por Erdogan para consolidar su dominio. Y, aunque lo ocurrido en Venezuela, hace ya casi tres lustros, no fue un autogolpe, sino un golpe fallido provocado sí por un gobernante autoritario, este salió fortalecido del trance porque finalmente le permitió depurar a las Fuerzas Armadas y a Pdvsa, incrementar su área de influencia y presentarse ante el mundo como el demócrata dispuesto a defender el mandato popular y no como el dictador que terminó siendo. Poco después del 11a Chávez manejaba todos los poderes, se declaraba socialista, preparaba las expropiaciones masivas y trabajaba en la estructuración de una nueva geopolítica soportada en el antinorteamericanismo.
Experiencia cada vez más atractiva para Nicolás Maduro, gobernante civil en apuros, que se entrega a los militares en aras de la supervivencia y se siente tentado por recetas un tanto más sofisticadas que la del vulgar tanquetazo, como serían la del autogolpe o la del golpe lento, con anestesia, gota a gota, poquito a poco.
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Roberto Giusti

Roberto Giusti es un periodista venezolano que siempre ha perseguido el conflicto. Muy joven empezó su carrera como reportero de sucesos en Radio Caracas Radio. En búsqueda de historias se fue a Mérida,...

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