Hace seis meses salí de Venezuela y hasta ahora no he sentido el menor síntoma de nostalgia. Todo lo contrario, a pesar de las serias dificultades que debo enfrentar en calidad de emigrante, aún no totalmente adaptado a la nueva realidad dentro de la cual debo moverme, tengo la certeza que al salir a la calle no seré víctima potencial de un atraco o de un homicidio. Lo mismo ocurre si debo reaprovisionarme de la medicina para la hipertensión porque, a diferencia del país que dejé atrás, ya sé que no tendré que calarme una cola de diez horas para que al final de la tarde me digan que el Atenolol se agotó y que vuelva la próxima semana, si antes no he sufrido un infarto.
Pero esa carencia no significa casi nada ante quienes mueren, entre ellos muchos niños, por falta de reactivos para combatir el cáncer porque el gobierno, responsable de esta aberración, prefiere que la gente reviente antes que aceptar la ayuda humanitaria que se le ofrece desde diferentes instancias. En otras palabras, la burocracia cívico-militar prefiere sacrificar vidas antes que reconocer la catástrofe generada por la irresponsabilidad, la ineficacia y la corrupción.
Tampoco es motivo de preocupación para el emigrante la alimentación; aunque un venezolano recién llegado, que hace rato perdió los viejos hábitos del consumo, cual ruso o cubano de los tiempos del socialismo real, no puede disimular su asombro ante unos estantes repletos de alimentos y una clientela nativa que va llenado el carrito con una parsimonia y una abundancia que se le hacen obscenas. Triste contraste con una escasez, en Venezuela, que nos retrotrae a las hambrunas sufridas por la Unión Soviética de Stalin, la China de Mao o por algunos países africanos en el Siglo XX.
En tales circunstancias se podrá comprender que resulta imposible sentir nostalgia, saudade, morriña o como se le quiera llamar, por un país sumido en la ruina, la violencia y la incertidumbre; obra de una voraz oligarquía que necesitó apenas dos décadas para destruir lo que se había edificado en gobiernos civiles durante casi medio siglo. Así las cosas, la nostalgia, la bonita, la benéfica, aquella que nos mueve el espíritu con el deseo de volver, solo será posible el día en que Venezuela recupere su condición de país libre.
Reconozco, sin embargo, que si bien los mayores podemos retroceder bien atrás en el tiempo para sentir verdadera nostalgia, (algo negado a los más jóvenes), el sentimiento que les inspira a los emigrantes la ausencia prolongada es el remordimiento porque resulta muy difícil llevarse el pan a la boca, comprar la medicina o atenderse un cáncer, como ha sido el caso de mi familia, con prontitud, esmero y eficacia, cuando estoy consciente que nada de eso ocurre en mi país.
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Roberto Giusti

Roberto Giusti es un periodista venezolano que siempre ha perseguido el conflicto. Muy joven empezó su carrera como reportero de sucesos en Radio Caracas Radio. En búsqueda de historias se fue a Mérida,...

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